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Qué hacer ante un sistema de gobierno disfuncional

  • Published in Internacional

“Mientras más corrupto el Estado, más legisla”. Así decía Tácito, senador romano. En México el gobierno es débil, pesado, aparatoso y muy ruidoso, pero nada efectivo aunque, eso sí, con una interminable propensión a legislar.

La evidencia está por doquier: en el pobre desempeño de la economía, la violencia, la informalidad, la inseguridad, el tráfico. Nuestros legisladores se anuncian en el radio diciendo cosas como: “en el Senado de la República reconocemos que hay mucha criminalidad y por eso legislamos tal o cual cosa”, como si el hecho de legislar resolviera los problemas.

En las últimas décadas pasamos de un gobierno pesado y abusivo, pero con alguna capacidad (aunque decreciente) de acción, a uno simplemente pesado e inútil. El gobierno tiene presencia en todas partes, pero eso no lo hace funcional o efectivo. Al revés: lo que al país le urge es una redefinición de la función gubernamental y el desarrollo de las capacidades que le permitan enfrentar el monstruo de la inseguridad que acecha a la población, y crear condiciones para echar a andar la economía y, en general, mejorar la convivencia en la sociedad.

Aquí van tres ejemplos de absurdos que evidencian lo lejos que estamos de contar con un sistema eficaz de gobierno:

En el ámbito fiscal, se gobierna por circular. Los funcionarios hacendarios emiten circulares para todo, jamás reconociendo la incertidumbre que sus actos de autoridad generan. Un entorno estable es condición necesaria para el desarrollo económico y éste se altera cuando las reglas del juego se cambian sin previo aviso, explicación o justificación.

La discrecionalidad es un instrumento esencial de la función gubernamental: es el medio a través del cual la autoridad se adapta al cambiante entorno económico, electoral o político. Dado que es imposible legislar para cualquier contingencia, la función del gobierno sería imposible sin facultades discrecionales. El problema es que en México no hay diferencia entre la discrecionalidad y la arbitrariedad: son sinónimos porque la autoridad emplea sus facultades discrecionales sin restricción alguna. Eso es lo que permite que un gobernador manipule las elecciones en su estado o en cualquier otro; que las entidades de regulación impongan sanciones sin fundamento legal; o que pueda haber miles de muertos sin que se inicie una sola averiguación previa. La autoridad en México es absolutamente arbitraria.

En el caso de las entidades de regulación económica (Telecomunicaciones, Competencia, Energía) tenemos de todo menos reglas claras. Las entidades deciden en función de los criterios de los comisionados, mientras que las facultades del presidente de cada una de ellas son tan vastas que sus preferencias tienden a prevalecer. El caso de la Comisión de Competencia es paradigmático, porque el tema es tan central para nuestro desarrollo: leyes van y leyes vienen, pero lo único que avanza son los caprichos de quienes definen las prioridades. Es evidente que requerimos una legislación apropiada, comparable a la de los principales países del mundo, pero también requerimos una estructura de autoridad igualmente acotada, como la que existen en aquellas naciones. El tema es el mismo que en el resto: nuestro problema no es de leyes, sino de la propensión al abuso de las facultades de la autoridad, lo que las coloca en un plano de permanente arbitrariedad. Sin límites, cualquier autoridad se convierte en un poder fáctico más, lo opuesto de lo que requiere un país moderno e institucionalizado.
Institucionalizar implica limitar a la autoridad, es decir, establecer reglas que acoten y preestablezcan los límites de su acción. La discrecionalidad es indispensable, pero para que el actuar gubernamental no sea arbitrario tiene que estar acotado por reglas conocidas por todos de antemano.

De la misma manera, no se puede ignorar la dinámica histórica que nos precede. Gracias a la hiperinflación de la era del Weimar, en Alemania el banco central es sumamente ortodoxo y se enfoca exclusivamente a combatir la inflación. La historia de Inglaterra es muy distinta: el recuerdo de la pobreza descrito por Dickens y marcado en la conciencia colectiva de aquella nación llevó a que, para el Banco de Inglaterra, la inflación sea importante pero deba ir aparejada con el crecimiento. Nuestra historia no es tan extrema como la de estas naciones europeas, pero la era de las crisis financieras marcó al país y se convirtió en una definición esencial de la función financiera, razón por la cual el banco central se toma con tanta seriedad el control de la inflación. En contraste con otras funciones gubernamentales, ésta ilustra que hay capacidad de aprendizaje.

En el mundo hay muchos modelos de gobierno, cada uno de ellos emanado de su propia realidad social. En Francia el gobierno tiene una amplísima presencia en la economía como propietario y administrador de empresas de lo más diverso. En Inglaterra, el gobierno tiene una presencia mucho más modesta. Pero ambos países comparten una característica común: tienen un gobierno efectivo y funcional. Nosotros debatimos (y legislamos) mucho sobre la naturaleza del gobierno, pero no tenemos un gobierno funcional. El viejo sistema se caracterizó por un gobierno que funcionó bajo esas circunstancias pero, como ilustran las crisis políticas y económicas que enfrentó a partir de 1968, dejó de ser efectivo hasta acabar prácticamente colapsado.

A casi dos sexenios de la primera alternancia de partidos en la presidencia, sería tiempo de irle dando forma a un nuevo sistema de gobierno. Esto podría hacerse de dos maneras: con un gran replanteamiento de sus estructuras o con una corrección de algunas de sus partes más disfuncionales. En un mundo perfecto, lo ideal sería hacer un gran replanteamiento como hicieron los españoles con su constitución de 1978. Sin embargo, el ejemplo español no es aplicable a México, porque ese país ya contaba con un gobierno funcional: lo que la constitución hizo fue modificar los pesos relativos de los distintos componentes del Estado. Nosotros tenemos que partir del reconocimiento de que nuestro sistema de gobierno no satisface ni lo más elemental. Pretender modificarlo todo por la vía legislativa no resolvería el problema.

Los tiempos preelectorales son siempre propicios para la discusión de los retos que enfrentamos. Quizá no haya ninguno más grave y pernicioso que el desorden que emana del desarreglo del poder. De ahí deriva todo: mientras no se establezcan límites al poder y los poderosos desarrollen la capacidad y visión de institucionalizarlo, nuestro sistema de gobierno seguirá siendo lo que es: disfuncional e ineficaz.

Autor: Luis Rubio
Presidente del Centro de Investigación para el Desarrollo (Cidac), una institución independiente dedicada a la investigación en temas de economía y política, en México. Fue miembro del Consejo de The Mexico Equity and Income Fund y del The Central European Value Fund, Inc., de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal y de la Comisión Trilateral. Escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times. En 1993, recibió el Premio Dag Hammarksjold, y en 1998 el Premio Nacional de Periodismo.

 

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